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Categoría: Artículos
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Autor: Alan de Los Mares. Bogotá (Colombia)

EN TU CORAZÓN ESTÁN LAS ESTRELLAS DE TU DESTINO, CÁPSULAS ASTROLÓGICAS DE ANDRÉ BARBAULTLos hermetistas no han cesado de declarar que las fuerzas planetarias divinizadas son, propiamente hablando, nosotros mismos; son las imágenes primitivas de potencias psíquicas que en otros tiempos el hombre proyectó en el cielo, según un proceso inconsciente, ahora bien conocido.

Según C. G. Jung, los símbolos astrales y los mitos divinizados son los «arquetipos del inconsciente colectivo», transmitido de generación en generación, siempre presentes en estado latente en la psique y que pueden ser hechos conscientes. Cada civilización tendrá su mitología y su religión astral, y la astrología será simultáneamente una ciencia, una poesía y un culto.

Egipto es, por excelencia, la tierra de la ciencia secreta, de las altas iniciaciones, de los monumentos sagrados, pirámides, obeliscos, etc. La astrología, por lo demás, quedó reservada a los sacerdotes; Manetón, historiador y sumo sacerdote de Heliópolis, fue el más conocido de sus representantes.

Con todo, no todos los astrólogos actuales se unen a esta física astrológica. Para algunos, como nosotros, ésta no es más que una explicación mecanicista que substituye a la explicación animista. Las investigaciones de la astrofísica, de la geofísica y de la cosmobiología de Maure no añaden nada a los principios de la astrología, no dicen más que la creencia en los dioses planetas de la Antigüedad. De uno a otro milenio se suceden las teorías, en tanto que permanece un «pensamiento» astrológico basado sobre un sistema que se encuentra hasta cierto punto en todas las tradiciones y que recobra en nuestro días un nuevo vigor.

El principio de la astrología se expresa, desde sus orígenes en el viejo texto hermético de La Tabla de Esmeralda: «Lo que hay arriba es como lo que hay abajo...» -

Este texto fue continuado, desarrollado e interpretado por el filósofo Plotino en su cuarta Eneada. Según este gran teórico de la astrología (1), la acción de los astros no es ni la de una fuerza natural ni mucho menos la de una voluntad. Para comprender su tipo de acción hay que saber primeramente que el mundo es (como) un ser viviente dotado de un alma única Esta cosmología vitalista que deriva del Timeo, aunque no sin numerosas correcciones estoicas, da el principio de la solución.

Dentro de un ser vivo, la acción de una parte sobre la otra no depende de su mayor o menor proximidad sino de sus similitudes; todas las partes semejantes, por lejos que estén entre sí, responden naturalmente a una misma influencia, que se propaga de una a otra: «Cosas parecidas que no están juntas, sino separadas por un intervalo, simpatizan en virtud de su similitud. Sin estar en contacto, las cosas actúan y tienen necesariamente una acción a distancia (la teoría de los ‘campos morfogenéticos’ de Ruper Sheldrake, digo yo).

Puesto que el universo es un animal dotado de unidad no hay parte de él que esté tan alejada que no le resulte cercana, a causa de la tendencia a la simpatía que existe entre todas las partes de un animal único. Cuando el receptor es semejante al agente, sufre una influencia que no es extraña a su naturaleza; cuando no se le parece, la pasión que sufre le es extraña, no está predispuesto a sufrirla». Además: «ningún ser puede vivir como si estuviera solo; puesto que es una parte (del universo), no termina en sí mismo, sino en el todo, del que forma parte». Así, ninguna parte puede comportarse como si estuviera aislada, sino únicamente según el papel que tiene dentro de la vida total del universo la cual no debe hallar ningún obstáculo en la pretensión de cada una de sus partes.

Esta primera imagen vitalista se completa por otra de intención algo diferente, destinada a mostrar la naturaleza de la correspondencia entre los estados de las diversas partes del universo, la primera imagen afirmaba: acción simpática; la segunda dice: correspondencia armónica; correspondencia análoga a la que, en cada momento de una danza, hace que cada miembro corresponda y se ordene a los demás; no hay acción de una de las partes sobre las otras; sólo las une la intención global del bailado, que se realiza de un modo total, sin que quiera separadamente cada uno de sus gestos. Al ver corresponderse unos a otros los detalles de este conjunto, podemos tomar la existencia de uno de ellos como signo de la existencia del otro, sin que por ello exista entre ellos la menor influencia mecánica o física. Así también las figuras de los astros no son otra cosa que actitudes de ciertas partes del animal universo, y a estas actitudes corresponden, según una regla necesaria, las de otras partes.

Esta doctrina tradicional hace del hombre un pequeño mundo o microcosmos, semejante al gran mundo o macrocosmos. La misma vida circula del uno al otro, perteneciendo las fuerzas humanas a las energías naturales que actúan en el universo. El cosmos es una especie de ser inmenso, la totalidad de cuyas partes están en conexión, sometidas a las mismas leyes de organización y funcionando de manera análoga. En este conjunto de leyes universales la energía que anima los cuerpos celestes es de la misma naturaleza que la que anima a los hombres, y la naturaleza obra de modo análogo sobre todos los planos de la vida.

Esta teoría hermética adquiere toda su significación en nuestro siglo, al comprobarse analogías entre el mundo infinitamente pequeño del átomo y el infinitamente grande astronómico, como si las mismas leyes de organización rigieran en todos los eslabones de la naturaleza. Los electrones forman sistemas atómicos, los átomos forman moléculas; las células orgánicas, forman los órganos y éstos los organismos completos. La vida se edifica de unidad en unidad de lo pequeño a lo grande, de lo sencillo a lo complejo siguiendo un proceso análogo, en el que de escalón en escalón todo se comprende, y en el que, por consiguiente, si se saben leer los signos que propone tal escalón se pueden descifrar al mismo tiempo los signos de todos.

La analogía rige incluso para el psiquismo de cada individuo, formando su carácter, determinando sus ensueños, dirigiendo sus acciones y reacciones. Es más, la célula viva, unidad, básica del hombre contiene todos los cuerpos simples del universo y está animada de todas las formas de energía que existen en la naturaleza: cinética, térmica, eléctrica, magnética, radioactiva. A mitad del camino entre el átomo y el sistema. solar, dentro de esta cascada de mundos, el hombre participa de los ritmos de la vida universal, y la materia fundamental en la que están sumergidas las galaxias une el universo entero como un organismo vivo y único.

LOS ASTROS COMO SIGNOS O SIMBOLOS DEL MUNDO INTERIOR.

Según está concepción tradicional, si Venus por ejemplo, «influye» sobre los amores de M. Dupont no es en tanto que cuerpo celeste ejerciendo una acción transitiva eventualmente por irradiación de algún rayo, sino en tanto que dicho astro es un símbolo de lo que sucede en el corazón de aquel hombre, en virtud de esa «simpatía» interna entre dos semejantes y en función de la dependencia cósmica de la naturaleza humana.

Es edificante a este respecto aquel viejo proverbio latino: «Astro inclinant, non necesitant.» que da a entender claramente que, si los astros nos determinan, es porque llevamos en nuestro interior la determinación. En otras palabras, si una determinada configuración astral corresponde a tal comportamiento o a tal acontecimiento, es porque el individuo posee una tal disposición u organización interna que le predispone a este comportamiento o a este acontecimiento. Si la «directriz» está “inscrita” en el cielo, la manifestación se desarrolla únicamente en el interior del Hombre. De hecho, pues, el destino no se desarrolla fuera del individuo; éste no depende de una entidad exterior de la eventualidad de un cuerpo celeste sólo es esclavo o libre ante sí mismo. No se establece entre el astro y el hombre una sucesión de causas y de efectos, sino que por el contrario, el astro y el hombre se toman en una simultaneidad, global, en la que el astro es signo del hombre como éste lo es del astro.

Plotino expone notablemente este problema: «Puesto que los acontecimientos de aquí abajo tienen lugar en simpatía con las cosas celestes, es razonable preguntarse si dichos acontecimientos siguen al cielo por simple armonía con él, o si las figuras (celestes) poseen un poder eficaz, y en fin si este poder les pertenece como a figuras o bien porque son las figuras de los astros». Concluye finalmente que los astros son más bien signos que causas, al contrario de lo que querían los estoicos. Aparecen más exactamente como los «testigos» de lo que se desarrolla en el alma y en el cuerpo del hombre, los actores y no los autores del espectáculo de nuestro mundo interior.

En cierto modo la carta del cielo se convierte en un clisé del individuo en el que las medidas están tomadas a la escala del universo. He aquí por qué podemos recoger por nuestra cuenta la fórmula que Chilar pone en boca de uno de los personajes de su Wallensteín: «En tu corazón están las estrellas de tu destino»

Los trabajos de Choisnard acerca de la herencia astral hablan en este sentido, cuando concluye: «El niño no nace en cualquier momento, sino bajo un cielo que presenta analogías con las de sus antecesores; no tiene tal carácter porque nazca en tal momento, sino que nace en un determinado momento porque tiene o tendrá cierto carácter por herencia... »

Paracelso completó la teoría de Plotino insistiendo sobre todo en las correlaciones entre el exterior astronómico y el interior humano: «Comprended, en fin, que el astro superior y el astro inferior (en sí mismo) son la misma cosa y en modo alguno separadas. Es el cielo exterior que muestra el camino del cielo interior»... «Los dos cielos son uno solo y mismo cielo en dos partes, del mismo modo que padre e hijo son dos, pero poseyendo la misma anatomía» «El hombre posee un ciclo particular suyo, que es como el de fuera y posee la misma constelación. Es por este motivo que el hombre se halla sometido al tiempo: no por el cielo exterior, sino por el de dentro. El planeta del firmamento no reina sobre ti ni sobre mí, sino que reina el de nuestro interior. El astrónomo que juzga el nacimiento según los planetas externos se equivoca; no afectan al hombre; es el cielo interior con sus planetas el que actúa: el cielo exterior no hace otra cosa que demostrar e indicar el cielo interior». Y finalmente: «En el cielo existe un semejante que posee su semejante en la Tierra y en la Tierra existe un semejante que posee su semejante en el cielo. Saturno no podría en modo alguno reinar sobre la Tierra, si no tuviera un Saturno terrestre; y en el sitio en que existe lo exalta; con todo, no existen dos Saturno, sino uno solo. El de la Tierra es el que alimenta al Saturno celeste, y este último sirve de sustento al Saturno terrestre.»

Según esta doctrina, que es la de la astrología simbolista, la astrología queda concebida como el «conocimiento de las correspondencias universales». Basta de necesidad mecánica, de acción física, de relación causal. Basta de determinismo particular añadiéndose a los ya existentes y conocidos. El determinismo cósmico no hace más que superponerse a los determinismos humanos, biológico, psicológico, económico...; no se añade a ellos, sino que se expresa a través de ellos. La astrología mora en una alquimia que tal vez nunca se convertirá en química; una alquimia que, ciertamente, debe encontrar sus medios modernos de expresión; una verdadera «ciencia poética» que puede erigirse progresivamente en conocimiento objetivo al hacer retroceder sin cesar los límites de la poesía.

(1) V. Plotino, Eneada IV, traducción de Emule Vernier (edición Des Bellas Letras), 1927.